El cazador de muerte.


En una entrada a su diario de campo  escrita el día seis de enero de 1857, el naturalista inglés Alfred Russel Wallace da cuenta del siguiente hecho. Mientras perseguía mariposas con una  vaporosa red celeste en compañía de su ayudante, un pícaro y joven malayo de la misma isla de Ké en la que se hallaba, Wallace observó que era seguido de cerca por un anciano nativo de labios abultados y mirada atenta. Era el último día del naturalista allí y en su haber tenía trece especies de aves, ciento noventa y cuatro de insectos y tres tipos distintos de moluscos de tierra.

El viejo no daba crédito a los gestos y zarpazos falsos del cazador de mariposas. Mantenía la distancia adecuada y cada vez que se producía una captura rompía a reír hasta que se le doblaba la cintura, para volver a los tres o cuatro segundos a su mutismo habitual. El joven malayo no le hizo ningún comentario al inglés, ocupado como estaba en guiarlo por los estrechos corredores de la selva y por los irregulares claros de bosque en los que veinte o treinta pares de alas de colores  cruzaban sus vuelos.

El viejo veía cómo el inglés introducía  sus presas en frascos de ancha transparencia y se rascaba la barbilla. Aquel extranjero no estaba bien de la cabeza. Ciertamente poseía más cuchillos y tabaco que nadie, era gentil y serio. Había venido del hondo mar y pisado la blanca bahía con más calma que los apurados mercaderes chinos, pero ese minucioso interés  por los seres del aire y el subsuelo  le intrigaba, y por eso expresaba esa intriga con ruidosas carcajadas, golpes en las nalgas y ojos húmedos de alegría.

Wallace, que escribiría muchos años después acerca de su aventura en el archipiélago malayo, entonces no sabía que ese viejo sería mencionado en su libro, rescatado entre centenares de notas con sus latines y juicios sobre corrientes marinas  e  islas de ensueño en las que loros escarlata pasaban rozando el estupor humano y retornaban a sus cerradas florestas más allá de las colinas. La más estruendosa de las carcajadas que el inglés oyó se produjo cuando con toda la delicadeza de la que fue capaz y con una emoción de visir que desnuda a su amante favorita, apresó a una Ornithoptera priamus de dorados flecos, la mariposa llamada Alas de Pájaro por su enorme envergadura. El satinado verde de sus caras superiores e inferiores, junto al negro untuoso y fragante que las veteaba, cortaban el aliento. No era el primer ejemplar que de esa especie veía pero sí el primero que Wallace capturaba. Para encerrarla fue menester un frasco distinto y más grande que los dos que había usado hasta el momento.

La risa del viejo pareció molestar al ayudante malayo del inglés, que se giró con mal disimulada ira hacia él.

-¿Por qué se ríe de ese modo?-le preguntó el explorador.

-Se lo preguntaré-dijo el joven.

Wallace observó la escena pero no oyó las palabras del diálogo. El viejo gesticuló llevándose las manos a la boca y volviendo a reír. A lo lejos, la tarde era rosada sobre los arrecifes de coral.

-Cuando me preguntó por qué cazaba usted insectos y mariposas-le explicó al inglés su joven guía-, y le dije que por placer, para saber más de ellos, y agregué que no se los comía, me respondió que entonces había hecho bien en reírse.

-¿Por qué?- insistió Wallace.

-Dice que es usted un cazador de muerte, no un amador de vidas-prosiguió el joven malayo.

-Caray-suspiró, incómodo, el inglés-.Tal vez sea cierto.

-Detener una belleza-agregó el guía-le parece ridículo.

-¿Por qué?-preguntó una vez más el naturalista.

-La hermosura está en el mundo, dijo, para alar nuestros pies, no para apresar nuestros pasos.


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