Amantes de las confituras y los perfumes los persas forjaron el mito del Alborj o Arbol de la Vida, originario de algún lugar de Armenia, cuyas flores son oraculares y la carne de cuyos frutos devuelve lucidez al amnésico y color a los tísicos. Hoy, que su aroma adorna nuestras mesas y su pulpa se deshace, melosa, en nuestras encías, no vemos en esa fruta más que un postre eventual, cuyo color oscila entre el amarillo claro y el naranja mate, suave al tacto, tierno bajo el diente, deleitoso al paladar, pero hubo un tiempo en que sus árboles eran adornados con cintas, se peregrinaba para verlos y admirarlos en primavera y se los plantaba con minucioso ceremonial.
Al cabo de los siglos, los horticultores perdieron de vista la sacralidad del árbol citado. Es cierto que se hacían bastones de pastor con sus ramas más gruesas; se deshidrataban y luego azucaraban sus flores para preparar con ellas tisanas de vigilia que, en las noches de luna llena, bebían los amantes decaídos; es verdad que de los troncos secos se tallaban cajas para guardan en ellas cartas secretas enviadas a Alláh y también féretros de ancianas y ancianos centenarios que lograban morir con una sonrisa en los labios. Es cierto, asimismo, que se los plantaba entre las higueras para mejorar el gusto de las brevas y al borde de los caminos para que la dirección de los justos fuera de ida y vuelta. Pero esas costumbres pertenecen al orden de lo cotidiano y no alcanzan a descubrirnos lo trascendente. Arbol de verano, el albaricoquero también solía estar presente en los inviernos cuando sus frutos, como lóbulos de cuero solar desecados en terrazas de cal blanca, contribuían a enriquecer la dieta escasa de los días fríos. Familiar en todos los campos desde tiempo indecible, cada familia tenía uno o dos en sus huertos y los mayores solían dormir la siesta bajo el abanico de sus anchos ramajes con el propósito de ingresar a un sueño en el que las hojas oraculares les fueran auspiciosas. Con suerte y manteniendo la respiración lenta, acompasada y silenciosa, el sueño llevaba al soñador hasta el padre de todos los árboles o primer albaricoquero, ante el cual podía solicitarse buena salud, apetito, longevidad pero no fortuna, poder ni seguridad afectiva.
Llegado el otoño y habiendo exudado el albaricoquero una gruesa lágrima de resina transparente, se la extraía con cuidado para templar las cuerdas de los laúdes o lustrar las cañas de las flautas. Con frecuencia olvidamos cuánta maravilla e historia rodea a nuestros alimentos, de qué modo se tejen y entretejen los viajes que los llevan y los traen y cómo embellecen y modifican nuestros hábitos gastronómicos.
Alejandro Magno llegó a Armenia con sus ejércitos en el siglo IV antes de Cristo. Enterado de la conexión entre el albaricoque y el Arbol de la Vida o Alborj, informado de que sus verdes hojas eran proféticas y envanecido porque, en Egipto, el oráculo de Amón le había conferido el título de hijo de un dios, quiso interrogarlo sobre su destino. Se dice que la escena transcurrió a la hora del crepúsculo, entre soldados e intérpretes. Traen a un ciego, cuidador del más antiguo albaricoquero de la región. Alejandro concede a su familia algunos regalos, cerámicas y telas. El cielo se oscurece lentamente, pasando del color vino de las islas envueltas en el fuego de la canícula al azul del mar. El ciego acaricia las hojas con manos arrugadas y frágiles. El follaje hace un ruido tan filoso que corta los alientos de los que rodean al conquistador.
-Lo que buscas.dijo el ciego-, lo tiene otra persona, pero lo que esa persona busca lo tiene una tercera. No tendrás hijos que te sucedan, pero los siglos engendrarán hombres que querrán imitarte. La fama no es mejor que la sucesión. Tu fiebre se llama prisa, tu ardor guerrero orgullo y tu amor, tu amor ausencia.
Esa noche y en su tienda de campaña, el macedonio, rodeado de sus generales, les solicita su opinión. Uno propone matar al ciego; otro, arrancar el árbol. Un tercero llevarse sus frutos secos como un talismán. Tal vez se trate realmente del Arbol de la Vida y confiera, a quien esté en contacto con alguna parte suya, longevidad y potencia viril. Años después, agotado por sus campañas y excesos, antes de morir, Alejandro vio en el sol un albaricoque gigantesco que se hundía tras las montañas de lo imposible. Lamentó no haber descansado lo suficiente y pidió que llevaran de Armenia a Macedonia ejemplares de ese árbol que, más allá de la habitual adulación y la lisonja fácil, noble y sincero, se había atrevido, por boca de un ciego, a decirle la verdad. Dulces son los frutos del Alborj, amargos los de la ambición desmedida.