Campos de lavanda, de Mario Satz en La Vanguardia


En la Alta Provenza, entre Digne y Manosque, ondulantes, morados o azules, celestes o liláceos según sea la hora en la que se los observe, entre julio y comienzos de agosto se extienden los campos de lavanda en flor. Hemos ido a la fiesta que tiene a esa planta como eje vegetal atraídos por su renombre. Quien no haya visto el fragante alineamiento de esas flores en terrenos de pedruscos, calcáreos y resecos, no ha visto la herencia del cielo a la tierra ni sabe nada de la demencia feliz de las abejas que, en esa zona, fabrican una miel que huele a jabón. Emiten un zumbido más sordo, menos agudo que el que en mayo o julio conoce el tilo, un colectivo rumor de gozo que aquí se oye entre las espigas. También las mariposas se dan cita en estos prados de fantasía que, en las faldas de las montañas, tendidos manteles de azur, alternan con las pequeñas casas en donde casi sin parar trabajan los alambiques soltando un humo negro que te atrapa como una drosera a su mosca.

Los romanos, que hasta aquí también llegaron, empleaban esa planta (la Lavandula hybrida)de la familia de las labiadas para perfumar sus termas. Secos, los haces anudaban escobas que los esforzados esclavos pasaban y repasaban por encima del suelo del caldarium, sobre las losas de los bancos de reposo. También usaban su aceite para curar dolores reumáticos o acelerar la cicatrización de las heridas. Fácilmente inclinada hacia la hibridación, la lavanda es, sin embargo, emblema de constancia como revelan las bolsitas o los saquitos que las abuelas suelen guardan, rellenos de diminutas semillas aromáticas, en los ajados armarios familiares para el tranquilo sueño de las sábanas.

Dos son los momentos para perderse en su maravilloso y silvestre perfume: al alba y al anochecer, apenas ha salido la primera estrella. Entonces no hay abejas entre sus flores y se tiene la sensación de navegar en un mar geométrico, entre islas longitudinales que son, en realidad, los surcos por los que pasa el tractor en la época de la cosecha. Calvas, una vez despojadas de sus flores las matas semejan cactus del desierto de un gris terroso bastante homogéneo.

En el famoso cuento de Jean Giono – nacido, por cierto, en Manosque- El hombre que plantaba árboles,se narra la parábola de un campesino que forestó cientos de hectáreas en las planicies provenzales por el simple placer de hacerlo, historia en la que se percibe el amor de las gentes del mediodía por las plantas y las hierbas de Provenza que condimentan sus famosos guisos. Aquí, donde el cortante mistral alcanza velocidades fantásticas y el agua alpina es fría y tiene el color verde del limo ancestral, aquí mismo, entre bosques de abetos y encinas y pueblos labrados en la roca como camafeos, el carácter de la gente desmiente la proverbial antipatía francesa. Casi todos se esmeran por ayudarte si les preguntas algo y siempre tienen alguna sugerencia que hacerte respecto de qué región visitar. Te recomiendan el pan mechado de olivas, el paté a la lavanda o tal y cual vino, cuyo cuerpo describen con las manos. Pero, con todo y ser magnífica la gastronomía sureña, nada supera el placer estético de contemplar las lavandas floridas en campos únicos en su género y ubicación.

De estas tierras fue una de las mujeres más extraordinarias del siglo XX: Alexandra David-Neel, la exploradora que – disfrazada de hombre y a pie- recorrió el Tíbet y escribió libros sorprendentes sobre magia tántrica, budismo y lamaísmo. Al final de su vida, rodeada del afecto de sus asiáticos hijos adoptivos, Alexandra volvió a Digne, en donde hoy se yergue el primer instituto de estudios tibetanos que tiene Francia. No por casualidad los ojos de la famosa aventurera tenían el color de la lavanda desvaída, su mirada la fuerza de esta tierra y su carácter la gracia de un personaje de Pagnol. Sus obras (escritas a lo largo de sus cien años de vida) saben doblemente a orégano y a té con manteca de yak, y durarán lo que dure la curiosidad humana. El deseo de, amando el nuestro, recorrer otros mundos.


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