El ábaco de las especies.


POR UN SABER DEL PARARÍSO
por José Luis Villacañas

Dice este libro, en uno de sus refinados capítulos, que el mejor artista es también el más cauto y cuidadoso, y no como el mejor soldado, que debe ser rápido y cruento. Al medirlo con su propio rasero, debemos decir nosotros que la editorial Pre-Textos nos ofrece un rotundo libro de artista, todo él, en toda su materia y en todo su espíritu, un humilde tesoro de realidades espléndidas y sencillas: las que el hombre puede habitar y recibir con sólo abrir los ojos. Arqueta de artista, entonces, en nuestras manos se abre una invertida caja de Pandora, no regalo de ningún dios astuto, sino regalo de hombre a los hombres; no racimo de males, sino ábaco que registra lo que en la tierra debe salvarse.

Enfrentándose a las cosmovisiones dominantes de la modernidad ascética, calvinista, procedente de los viejos mitos gnósticos, para los que la tierra no dejó de ser una creación abortada de un demiurgo ignorante, el libro de Satz, forjado en antiguos, complejos y mútiples saberes, alguno de los cuales antaño echara raíces en este solar ibérico, que el lector agudo sabrá descubrir sin dudas, extrae las consecuencias de un materialismo poético, en el que el hombre no es el centro de las realidades, sino el centro asombrado y admirado de la conciencia. Por eso, antes de abrir el libro debemos dejar atrás las viejas creencias que nos hablaron de habitar un valle de lágrimas y una cloaca inmunda, las viejas palabras de dualidad y de culpa. Una vez cerrado, no nos dominará la vana esperanza, último refugio de la desesperación. En sus páginas, invirtiendo aquella mitología que nos hablaba de expulsión y de ruina, resuenan los ecos y las huellas del saber del paraíso que, a pesar del hombre y para el hombre, todavía se esconden en la tierra. Al final de estas páginas nos gana la constancia de que la promesa de felicidad con la que la tierra nos pare, ella misma desde siempre la cumple, «aunque los hombres no sepan verlo», como nos recuerda su autor, Mario Satz, citando a Böhme.

Para que el hombre pueda ver y descubrir el secreto y a la par manifiesto encanto de la tierra, debe ante todo liberarse del tiempo acelerado del progreso técnico, de la competición extrema de la economía, del uso vertiginoso de las mercancías disponibles en el mercado, del padecimiento permanente y angustioso de necesidades. Sin decirlo, el autor reclama esta condición, por lo demás trivial, que da por supuesta. Una firme actitud, ética y estética, en el profundo sentido de ambas palabras, recorre este libro, verdadero ensayo, hasta donde alcanzo a ver, de fundamentación de la razón ecológica, tan necesaria, tan echada de menos, tan presentida. Pero una fundamentación que no argumenta, sino narra; que no se defiende en lo abstracto, sino con el filo de la espada de lo concreto. Una fundamentación no sólo lúcida y sensata, sino soprendente y bella. No llama a un sacrifico estéril ni a un ascetismo mugriento, que se despide resignado de la abundancia, sino al cambio decidido de bienes ilusos por bienes reales. Por eso, este libro nos da un ejemplo de lo que podemos ganar si miramos de otra manera a nuestro alrededor, y nos llama a otra abundancia y otro gozo, a la abundancia de la tierra y al gozo de su fuerza y de su poder, refractado en esas regiones que enumera, en una ebria letanía, la canción con la que el libro acaba.

Lentitud es la forma del tiempo en que estos libros brotan y la forma del tiempo que reclaman para su lectura. Por eso, la belleza de este libro educa más que mil monsergas: porque en su lectura uno ya vive de otra manera. Lenta fue también la forma en que el autor ejerció la mirada, amante de lo concreto y de lo individual, como un cofrade de la muy secreta cofradía que fundara Goethe, en lucha contra los científicos leguleyescos y los matemáticos abstractos. Lentitud, que en alemán se puede decir Gelassenheit, y que también es serenidad para Böhme, un autor preferido del libro, junto con muchos otros de todo el orbe, lentitud, digo, o paciencia, que es la forma en que estos gustadores de la faz de la tierra preparan el viaje, -y han viajado mucho- y se dejan llevar, pues eso implica el fondo de su ademán contemplativo, para que la realidad les reclame y su voz registre lo concreto de cada tiempo y de cada espacio. Lentitud es la forma suprema de ser hombre, de recorrer el mundo con la atención de la primera mañana, y en exigiéndonos ese ritmo parsimonioso, el autor nos invita a imitar la forma de comportarse de la tierra, y a mimetizar el cuidado que ella pone en sus cosas más humildes. Entonces, con esa libertad de la ausencia de culpa y del quehacer, estamos en condiciones de conocer la tierra, que es penetrar a través del «espejo de nuestros mejores sueños».

Borges, un compatriota de Satz, en una de sus otras inquisciones, tras restituir el dolorido texto de Pascal, el que habla de la tenebrosa esfera de la tierra, nos propone la nota de Coleridge que dice así: «Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces qué? Con Blumberg podríamos decir que Coleridge nos propone un mito total cuya intención es muy sencilla. ¿Falta en todo caso la rosa del sueño? ¿Es aquella rosa azul, de la leyenda árabe? No. Satz completa este mito total: pone en nuestra mano no una rosa, sino un puñado de ellas, una guirnalda entera de flores, y nos muestra que siempre podemos llevarlas a la vista. Más aún. No nos ha ofrecido el índice de un sueño, el punto melodioso de un despertar que también es amargo. Nos ha llevado por las regiones mismas del sueño de la tierra, sin duda conducido por la flecha de los pájaros, con sus bandadas de música, hasta los remotos castillos de cristal, hasta la isla fragante, en la que todo se rige por los sentidos.

Y en medio, en el recorrido, el más rico camino de sorpresas. No es casual el inicio del libro. Puesto que, ya desde el latín, la lentitud tiene predilección por lo húmedo -y de ahí su afinidad electiva por los besos y las inocentes viscosidades orgánicas-, resulta normal que lo primero que aprendamos, como neófitos de este saber del paraíso, no sea sino las diferentes formas en que se inclinan las lluvias y en las que el hombre se deja atrapar por las tormentas. Luego descubrimos el motivo secreto de la atracción universal por el mar escondido en el corazón de las caracolas, y después el libro de texto de la Casa del Canto, donde la tortuga es el emblema, para pasar, por el camino casi secreto de la magia, a analizar la melancolía y la razón que vincula de nuevo la tortuga con la curación de esta enfermedad. También se nos habla de las formas diferentes de las flores, del sentido de las pequeñas violetas como perennes regalos, de las orquídeas, símbolo del estudioso -¿qué es hoy un filósofo para que hablemos de él?- y de la amistad; del humilde nomeolvides, que debíera hacer pensar a los que ahora defienden una razón anamnética; de la blanca flor de los almendros y de la felicidad de los helechos, si hemos de creer el juego del desconocido poeta latino. Y todas ellas son y encarnan símbolos, que no alegorías, de virtudes muy humanas, que enraízan la ética a la tierra y no al abstracto deber, que reclaman un continuo de conductas y actitudes común y propio del reino de lo vivo.

Para que todo sea perfecto, el libro está escrito en un castellano en el que resuena la pampa y el Zohar, un castellano que puede escribir sólo quien lo ame como punto de cruce de muchas mezclas y de muchas realidades, rico y antiguo, pulcro y refinado, a veces económico y directo, a veces generoso y barroco, que nos conquista desde la primera línea. Un libro en suma bello como pocos en los últimos años, un libro que podría haber escrito aquel Alfanhui, de haber crecido fiel a lo que aprendió de infante. Si el lector, tras acabarlo, esto sí, lentamente, muy lentamente, levanta la mirada y no está en condiciones de repetir, con Ficino, que la luz es la risa del cielo, y que debe contestarle con la luz sonriente de su alma, entonces, que me llame embustero.

 


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